sábado, 22 de julio de 2017

"Quinientas palabras"


Alberto volvía a casa como cada tarde, a las cinco.
Arrugado el uniforme escolar a esas alturas de la semana.

Miraba concentrado las baldosas del suelo, evitando pisar las líneas que las separaban.
Ciento ochenta y siete  había contado desde la parada del autobús hasta el portal de su casa, un viejo bloque de edificios en la calle Matemático Pedrayes.

Al llegar saludó a Marina, la portera, apoltronada como siempre en su trono tras el cristal, con un cigarrillo de la marca Winston consumiéndose entre sus amarillentos dedos.
Jamás la había visto dar una calada.

Subía los últimos peldaños cuando lo escuchó. El repiqueteo inconfundible de los dedos de su padre sobre las teclas de la máquina de escribir. Y despúes, el de la palanca de carro cambiando de línea.

Sólo entonces alzó la vista de los viejos escalones de mármol y apresuró el paso, dirigiéndose directamente hasta la puerta del despacho, donde se detuvo antes de llamar.

- Ahí los tienes- Le dijo desde el escritorio con voz grave y sin levantar la vista al mismo tiempo que señalaba con la mano un pequeño montón de folios desorganizado en la bandeja de la mesa auxiliar.

Alberto sonrió y se tiró en la vieja alfombra persa estirada junto a la mesa, llena de resistentes ácaros y extremadamente desgastada por los años. Era un recuerdo del que su padre nunca quiso deshacerse  por ser lo único que se había salvado de la casa familiar antes de que sirviera de cuartel general a los republicanos durante la guerra civil.

Una vez acomodado, tumbado boca abajo y con los los pies en alto, comenzó a contar las palabras.
Esas palabras ininteligibles para él, escritas cada día en un idioma.

Su padre traducía documentos a lenguas que el mismo aprendía de manera autodidacta. Alemán, inglés, e incluso ruso algunas veces.
Lo hacía una vez por semana, los miércoles, comenzando siempre a las cuatro de la tarde. De esa manera cuando Alberto llegaba ya había un par de folios escritos sobre los que podía empezar a contar.

El acuerdo era llegar a quinientas. Ni una más, ni una menos.

Al terminar cogían los folios y se iban a una oficina en la calle Marqués de Pidal, donde les esperaba Mauricio, un viejo amigo del padre que le solicitaba semanalmente las traducciones, no se sabe si por verdadera necesidad o por echar una mano a ese buen hombre recién enviudado más inteligente, honrado y capaz que cualquiera de sus empleados.

Salían de allí con las ciento veinticinco  pesetas correspondientes e iban directos a cenar a su restaurante favorito, un viejo asador en la esquina de una calle que daba a la Plaza de la Escandalera.

Ciento veinticinco  pesetas era el precio de dos raciones de pollo asado (un lujo en aquella época) bien bañado en una sabrosa salsa en la que se recreaban mojando los churrascos de pan una vez terminadas sus zancas.

Alberto siempre terminaba pringado de salsa, chupándose los dedos. El gesto hacía sonreír a su padre, y por ello el pequeño se ensuciaba más queriendo que sin querer.

También era la razón por la que  los miércoles eran su día favorito de la semana.
No tenía que ver con el pollo, sino con esas arrugas despreocupadas que se dibujaban en la comisura de los ojos de su padre al mirarle a través de aquellas gafas que tantas veces había visto empañarse a escondidas.

Había ocasiones en las que  le preguntaba, ya de camino a casa, por qué se conformaba con quinientas palabras, cuando podría traducir mil y ganar el doble de pesetas.

Él le respondía siempre lo mismo. Una lección que entonces no entendía, pero sí ahora :

- Todos los miércoles me siento afortunado por poder ser feliz con quinientas palabras, pero más aun por poder decir que no necesito más.









lunes, 29 de junio de 2015

No hay bailes raros, sino gente que no entiende de baile

Es curioso como a las personas nos moldean las circunstancias.

Como las experiencias pasadas condicionan nuestra manera de reaccionar ante las nuevas.

Se cumple de alguna manera la tercera ley de Newton, mi favorita, el caprichoso juego de la "acción/ reacción".

El otro dia me encontraba con un amigo tomando un café en la plaza del Pintor Sorolla, en una terraza situada junto a la boca de metro Iglesia, cuando se nos acercó un hombre con vestimenta harapienta y fuerte olor a destilado para pedirnos "una monedilla" a cambio de un paquete de pañuelos.

Nos disculpamos con cara de circunstancia pero ninguno de los dos hizo amago de mirar en su bolsillo.


El señor, aparentemente ofendido por nuestra falta de interés, permaneció a nuestro lado, agitando insistentemente el paquete de pañuelos delante de nuestras narices mientras balbuceaba algo que no conseguimos entender.

El camarero del establecimiento, que se encontraba en ese momento en algún lugar tras la barra (sospecho que pegado al ventilador) terminó por salir a pedirle al hombre que se marchara; hasta que éste, de mala gana, finalmente lo hizo.

Al poco rato pedimos la cuenta, pagamos los dos cafés y una propina simbólica, y nos marchamos.

Yo me dirigí calle abajo y , en el primer paso de cebra que  encontré, se me acercó una señora.
De refilón pude observar que no media más de un metro cuarenta, se apoyaba sobre un bastón y que llevaba una falda de cuadros negros y rojos que me recordó a los viejos pijamas de franela heredados que acompañaron las noches de toda mi infancia.
Me señaló y con una voz apenas audible se dirigió a mi.

Tenía un solo diente, uno de los incisivos inferiores (la que suele ser la última resistencia pasados los 70).

- Me puedes ayudar? - Me dijo, clavando en los míos sus caídos ojos azules.
- Lo siento mucho, no llevo nada. - le contesté. Y era verdad. (Soy la típica persona que se pasa el día buscando cajeros porque nunca lleva efectivo).

La señora se sorprendió, y me clavó una mirada que me pareció severa y decepcionada al mismo tiempo.
- ... No sé que os pasa a los jóvenes de hoy en día,que no escucháis. No os da la gana. Quería pedirte que me ayudaras a cruzar la calle, niña. 


¡ZASCA! Me quedé planchada.

Volví a mirar a la señora, mas detenidamente. 
Efectivamente no alcanzaba el metro y medio. Llevaba su falda "franelil" combinada con una chaqueta de color azul gastado y sujetaba con pinzas (también azules) dos mechones de su media melena hacia una y otra sien, igual que una niña en edad escolar. 
Esto último le otorgaba un aspecto incongruente y algo estrafalario que me resultó entrañable.

Enseguida me disculpé, arrepentida.
-No sé en que estaba pensando. Tiene usted razón, señora. Perdóneme.
Le ofrecí mi brazo y ella se agarró a el para cruzar al otro lado de la calle.
Me explicó que había sufrido un atropello hacia unos años un par de calles más abajo, y que desde entonces le daban miedo los cruces sin semáforo.


Tras acompañarla me despedí, disculpándome de nuevo y prometiéndole que de ese momento en adelante escucharía mas y mejor, y que si alguien me pedía ayuda respondería con un sí en lugar de para qué, como (ella aseguraba) se hacia antes.

Me dejó pensativa el encuentro con la anciana. Sentí vergüenza de mi rápida reacción: había respondido que no sin preguntar. Presuponiendo.
Me arrepentí incluso de no haberle comprado unos pañuelos al borrachín.


El día siguiente, domingo, me encontraba paseando con dos buenas amigas por la calle Alcalá ( la más larga de Madrid, para los que desconozcan el dato) cuando un hombre de barba canosa se paró ante nosotras, casi a la altura de la Plaza de la frigia Diosa Cibeles.

Llevaba un libro en la mano 
y hablaba atropelladamente. Decía que era suyo; incluso nos enseñó  la foto de la contraportada en la que aparecía un hombre joven que se parecía vagamente a él)  .

-Perdonen jóvenes, quería pedirles un favor.-  

Tenia acento del cono sur, uruguayo o argentino, no sabría discernir. 
- Esto me resulta embarazoso - prosiguió - pero verán,  he quedado con un amigo y me han robado la cartera, aquí, hace nada, y ya no tengo cómo ir. ¿Ustedes me podrían dejar dinero para comprar el bishete del metro? 

Inmediatamente le respondí que sí. ¡Faltaría mas!. 

Como no llevaba efectivo, (para variar) fueron mis amigas las que apoquinaron , sorprendidas ante la rapidez con la que había accedido a ayudar a aquel hombre (por supuesto ellas iban libres de pecado:  no le habían negado ayuda a una pobre anciana que sólo quería cruzar la calle con un despreocupado : No llevo pasta, sorry). 

El caso es que el hombre vio las monedas y cambió su versión de los hechos... El dinero para el transporte se convirtió en "si teníamos algo más..." para el bus, un bocadillo, un Aston Martin, o lo que fuera...
Vamos que lo del robo de la cartera era Ful de Estambul.

Me he ido completamente por las ramas, pero quería poner un ejemplo real, de esta misma semana, que plasmara de algún modo cómo las experiencias vividas dejan huella en nosotros, influyendo en nuestra manera de actuar ante las que vienen detrás. 

Nos pasa con las personas.
Alguien nos trata mal y provoca que la oportunidad que le damos al que llega después esté condicionada. 
Un indigente nos hace sentir incómodos  y le negamos ayuda a una viejecita. Una viejecita nos sermonea y casi le traspasamos la nómina recién cobrada a un escritor arruinado. Lo de siempre.

Nos pasa con los lugares.
El otro día paseaba por Palma y, en una callejuela estrecha con suelo empedrado y edificios bajos de grandes contraventanas verdes me entró nostalgia italiana... -¡Ay, parece Parma! - Dije. 
Pero,  ¿Y si hubiera estado antes en Palma que en Parma?  Sucedería al revés, imagino. 
Curioso. 

Con todo esto quiero decir que, aunque es inevitable que sea así, resulta verdaderamente  injusto.
Cada persona, cada lugar, cada situación...  Se merecen un episodio nuevo, una oportunidad.
No podemos dejar la única esquinita no garabateada de la página para lo que viene.

Por eso  propongo, a mí y a quienquiera,  un pequeño reto:  el de enfrentarse a cada día, persona o lugar  como a un folio en blanco. 
Con todos sus derechos.


... Una vez hecho eso, si no gusta como ha quedado... pues ya se arruga y se tira.  Que la última página, no llega hasta el final. 


miércoles, 21 de enero de 2015

In my opinion

El otro día leí en un periódico que alguien había olvidado en el metro una noticia que me dejo intrigada...

No era nada especial en realidad, no hablaba de la fianza de Bárcenas,  ni de los planes del BCE ni del precio del crudo... Era el 20 minutos del día anterior y contaba que el Ayuntamiento de Madrid está pensando organizar la segunda edición del Casting para músicos callejeros.

Uno de los propósitos de mi lista del 2015 (perfectamente superponible a la de años anteriores) es implicarme más en las cosas que suceden a mi alrededor.  Esforzarme en que me importe, involucrarme. Dejar de ser espectadora o neutral para pasar de la indiferencia a la opinión.

Pues bien, la primera opinión para los Castings municipales.

No sé si a los músicos del metro se les considera callejeros. Supongo que sí, aunque personalmente prefiero a los "etimológicamente verdaderos" callejeros.  (<--Opinión)

 El caso es que en el momento en que leía la noticia estaba en el metro y me quedaba un buen trecho (es lo que tiene que tu casa y tu trabajo se encuentren a una distancia equiparable a dos etapas del Camino de Santiago) y como uno no debe opinar sin conocimiento de causa decidí meterme en el papel y jugar un rato a " tú pasarías casting, tú no pasarías casting" con los músicos que me topara.

No piensen que no tengo cosas mejores que hacer o en las que pensar, por supuesto que sí, pero tengo la costumbre, no sé si mala o buena, de observar a la gente que me acompaña en el transporte público. Y hoy se sumaba a eso una curiosidad ¿periodística? En fin, que era personal.
  
La verdad es que no tuve mucha suerte porque esa mañana entraron  en el vagón pocas veces a cantar.

La primera que entró fue una mujer de mediana edad (muy socorrido este intervalo etario, por cierto), morena y pálida aunque hispanoamericana,  que extrajo un micrófono de su bolso y se puso a cantar un bolero a cappella. La voz bastante mediocre, y la puesta en escena... " ni chicha ni Limoná" .

El siguiente candidato fue un chico joven con la cabeza rapada que hizo una cover bastante lograda de En la casa de Inés de Guaraná. Hacía años que no escuchaba esa canción y decidí darle un point.

La última actuación ( para mí, aquel día) la protagonizó una pareja peculiar.
Los integrantes eran un hombre alto con cabello negro repeinado hacia atrás, y una adolesecente regordeta. Padre e hija según aclaró él más tarde.

No sé de que manera lo hicieron pero en un abrir y cerrar de ojos estaban plantados en medio del vagón, a tinglado montado.

El padre tecleaba en un órgano portátil la melodía del sesentero I love you baby  versión Orquesta de prau (de verbena para los que no tienen la suerte de ser asturianos), mientras anunciaba que su querida hija, colocada frente a él, con las manos apoyadas en el órgano y la cabeza teatralmente echada hacia atrás, iba a deleitarnos con una canción.

Emocionada por el despliegue de medios que esta última actuación traía consigo me quede mirando, primero expectante y después extrañada, como la chica balanceaba su cabeza de un lado a otro y movía los labios sin emitir sonido alguno. Un especie de playback sin voz de fondo.

Mi no comprender.

Pasó un buen rato hasta que el padre decidió acompañar la melodía él mismo.
Terminó la canción, pasó la gorrilla de rigor por delante de las narices de los " asistentes" (acto intimidatorio que no agrada en absoluto y que muchos tienen la costumbre de hacer), y ambos se fueron por donde habían venido.

Nadie parecía haberse sorprendido con la " canción que NO os va a cantar mi hija" . Es que la gente muchas veces no presta atención.  Me habría gustado poder comentarlo con alguien: a lo mejor la chica tenía miedo escénico. O era muda. O todo formaba parte del espectáculo. No lo sé.


(Para los curiosos: Volví a encontrármelos días más tarde, al  parecer son asiduos a la Línea 10 , y esta vez pude escuchar una débil voz femenina entonando palabras sueltas, lo que únicamente  despeja la incógnita del mutismo).

Un par de paradas después salí del metro, sin haber encontrado más artistas anónimos aquel día. Me fui a casa y confieso que tampoco pensé más en ello.

No hasta esta tarde.

Me encontraba en la Castellana, a la altura de Nuevos Ministerios, cuando escuché  una melodía que me erizó la piel.

No soy experta en flautas (no he vuelto a ver una de cerca desde  aquellas sufridas lecciones de música de primaria de las que ningún colegial se iba sin aprender el Himno de la alegría) así que no puedo describir del tipo que era ni, por tanto, el sonido que emitía. Sólo puedo decir que era muy agradable y que lo había escuchado más veces.

Lo había escuchado más veces porque es un sonido que siempre está ahí.

El artífice/ intérprete / músico es un hombre mayor que se sienta en el borde de la acera, de cara a la puerta de la boca del metro, para interpretar, día a día, canciones de las buenas.
De esas que ponen los pelos de punta a los transeúntes.

Ese hombre pasa sus tardes poniendo compás a nuestros pasos, gracia a nuestros encuentros, y melodía a nuestras vidas. Nos regala su música y su tiempo.

Y es uno de tantos.

Porque creo que eso es lo que hacen los músicos callejeros:  ponen banda sonora a  nuestras vidas.
A las ciudades. A los momentos.
Embellecen las calles y los ratos.

Y eso me gusta, es una opinión.

Me gusta una balada portuguesa en un rincón improvisado entre las empinadas  calles de Lisboa, una Vie en rose paseando por St Germain en París... Una cerveza al son de una guitarra en Covent Garden, o un tranquilo café en la plaza de San Ildefonso amenizado por percusionistas.

Me gusta la música que nos emociona de imprevisto.

Me gusta un desconocido que nos hace sonreír al reproducir, sin saberlo, nuestra canción favorita,  transformando así el día en uno un poquito mejor; y  creo que merece la pena sufrir un  Clavelitos de Mariachi a dos palmos de nuestro oído en el metro si dos calles más abajo nos va a sorprender un emotivo Haleluya.

Me gusta la música porque nos hace sentir. Y sentir bien.
Nos da color, vida. Nos acompaña. Tiñe el mundo acorde con nuestro ánimo.

Me gusta la música porque creo que es la forma de expresión más bonita que existe, e independientemente de los fines que lleven a cada uno a  su interpretación, considero que hay algo auténtico en ello que no se debería restringir de ninguna manera.

Me gusta la música y, por consiguiente, los músicos. Callejeros o no.

Pienso que los músicos callejeros son los artífices, como ya he dicho antes, de las bandas sonoras de las ciudades; que dan un encanto adicional al paisaje, un complemento que llena los distintos recovecos.
Y definitivamente pienso que no se puede dejar a los lugares sin banda sonora. Porque las bandas sonoras, son lo mejor de las películas.   (In my opinion).




sábado, 4 de octubre de 2014

Morriñing



Es extraño pensar como suceden las cosas.
De hecho, solo pensar que suceden, sin el como, ya resulta, cuanto menos, "inquietante". 

En este momento me encuentro tumbada en la misma cama en la que estaba justo hoy, hace un año.
Probablemente llevo el mismo o parecido pijama, y me he fijado en que la bombilla de la lampara de la mesita de noche sigue fundida.

Probablemente sigan los mismos vecinos en el piso de arriba; reconozco esa TV con decibelios a full.
Antes, al subir , he visto una carta del portero pegada en el ascensor; parece que siguen cortando el agua en las horas punta cuando hay averias... Qué gracia, nunca leía esos avisos cuando vivía aquí.

Es una sensacion extraña...Que tu ciudad ya no sea tu ciudad, que tu casa no sea ya tuya.

Es... un si pero no.
Es estar en el mismo lugar cuando todo es distinto. Cerrar los ojos y desear que, por un segundo,todo vuelva a ser exactamente igual.

Se podria decir que es como estar contento y triste a la vez. 

Que es nostalgia.
Morriña.
"Tenho Saudades" que diría un portugués.

Es darse cuenta de que, como siempre, ha pasado: implacable, sin detenerse, y sin avisar. El tiempo.

Es darse cuenta de que,como siempre, sigue aqui: Noble. Leal. Benemerita. Invicta. Heroica. Buena. Ciudad de Oviedo.
...Que puedo decir, la echaba de menos!

martes, 8 de julio de 2014

Cuando dejas de mirar por la ventana

Esta mañana mientras miraba el asfalto por la ventana dilucidando si estaba lo suficientemente mojado por la lluvia como para poder producir un aquaplaning, me ha venido a la cabeza un recuerdo.

Una especie de dejá vù, pero real, en el que un mini yo de unos seis o siete años se encontraba mirando de la misma forma el asfalto mojado a través de la ventana, pero en lugar del ceño fruncido y la esperanza de ver pasar algún coche, la personita que observaba la calle desde su habitación lo hacía con una mueca triste y las lágrimas a punto de brotar de sus hundidos y oscuros ojos.

Por un momento he sentido en mi cuerpo la angustia que me embargaba aquel día, cuando después de levantarme esperanzada a comprobar si se habían ido los restos de " tiza" del suelo de la carretera que pasaba por delante de casa, los descubrí aún ahí, por segundo día consecutivo, mirándome, como riéndose de mi.
Recuerdo que bajé a la cocina, donde ya estaban todos desayunando, y tenía tal nudo en la garganta que no pude ni dar dos tragos al Cola Cao.
Hasta mi hermano, que siempre acababa de desayunar una hora después que el resto porque se ponía a hablar y no había quien le metiera la cuchara en la boca, terminó antes que yo aquel día.

La historia se remontaba a dos días antes, cuando nos encontrábamos los siete primos y un par de niños del pueblo jugando en la calle con la pelota.
Hacia las cinco de la tarde se fueron nuestros padres y nos dejaron a cargo de las dos nuevas niñeras, unas adolescentes gitanas que eran " de allí de toda la vida" y que lo primero que hicieron en cuanto no hubo adultos en la zona fue ofrecernos cigarrillos.

Yo no me atreví, pero dos de mis primos, (el mayor/ líder, con nueve años, y el tonto de su hermano que repetía cada una de sus hazañas,con cinco) dieron una calada, con lo que todos nos quedamos asombrados y asustados y les juramos a las chicas guardar el secreto para siempre. Como para no, menudo miedo nos daban. Eran enormes, con dos coletas negras que les llegaban hasta el trasero.

Cuando se aburrieron de nosotros nos mandaron a jugar y se quedaron comiendo pipas y hablando de sus cosas, y nosotros procedimos a hacer la expedición habitual, en busca de algo con lo que jugar.

Pasamos por delante del cuartel, agachados, en formación y en silencio, con la esperanza de repetir la guerra de boñigas de la semana anterior con los hijos de los guardias, pero no había nadie. Seguramente les habrían castigado. Una pena.

Seguimos el camino y llegamos a una casa de piedra abandonada, en la cual no nos atrevimos a entrar, pero quedamos en volver otro día, con linternas, armas, y demás provisiones.

Después de un rato caminando, sin éxito en la misión, y ya aburridos, decidimos volver delante de casa, pues se acercaba la hora de la merienda y teníamos miedo de que las dos gordas se lo hubieran zampado todo.
De camino cogimos trozos de la pared desconchada del viejo edificio de correos  para pintarrajear el suelo con porterías de fútbol y rayuelas.

Llevábamos un rato inmersos en nuestras obras cuando se me acabó la primera "tiza", así que fui a buscar otra, y encontré en el suelo una redondita y muy blanca.
Tenía forma de caca de perro, lo que me hizo una gracia tremenda.

La rocé contra el suelo y comprobé, satisfecha, que iba como la seda. Nunca una tiza había pintado igual.
Recuerdo que me sentí como si hubiera encontrado oro.

Con ella pinté la rayuela (cascayu, como decimos por aquí) más grande y bonita que se puedan imaginar, o eso me pareció a mi, y lo hice justo delante de casa, donde lo teníamos terminantemente prohibido.

A medida que la tiza se iba desgastando se desprendía un olor muy desagradable.
Pensé que habría alguna boñiga cerca, pero el olor, que era cada vez más intenso, hizo que tuviera que subirme el niki por encima de la nariz.
No me detuve, tenía que terminar el dibujo.
Estaba deseando enseñárselo a mis primos para ponernos a jugar.
Cuando por fin rodeé el número diez, y fui a apartarme el mechón de pelo que se me había caído de la trenza, casi me tumba el olor que salía de mi mano, en la que aún quedaba un trocito de tiza.

Sumé dos más dos y me di cuenta de que no es que hubiera cogido una tiza con forma de cagada de perro, es que había cogido directamente una mierda disecada.
Fue tal la arcada que me subió de las entrañas que tuve que ir corriendo al baño de casa.
Me metí dentro y cerré la puerta con pestillo. 

Pronto sentí a mi hermano pequeño dar golpes al otro lado porque se hacia pis. Siempre se estaba haciendo pis. - ¡Vete al jardín, estoy haciendo una cosa!- le grité mientras me dejaba las manos en carne viva de tanto frotar.
Después de un buen rato restregando el jabón me seguía pareciendo que olía mal así que cogí el frasco de perfume de mi madre y lo volqué encima.
Sólo quería un poco pero se derramó más de medio bote. Ahogué un grito.
Recuerdo que era de Paloma Picasso. Ahora me río de la ironía, Picasso me había creído yo ese día con la tiza de mierda.

Después de un rato salí y comprobé cómo mis primos jugaban encantados con lo que había pintado. Decían que estaba perfecto, que de dónde había sacado la tiza, que si había más, que ojalá no lloviera para que no se borrara, que menuda bronca me iba a echar mamá por pintarlo delante de casa.

Les dije que la había encontrado "por ahí", y que no había más , y me acerqué a las dos gitanas, que en seguida se percataron del olor de la colonia derramada y comenzaron a hacerme preguntas, así que me alejé no sin antes declinar su invitación a probar un papel  prendido enroscado que, ahora sé, era un porro.
Me senté en el bordillo de la acera a ver jugar a mis primos. No participé porque estaba demasiado ocupada muriéndome de vergüenza y suplicándoles a los ángeles que bebieran mucho agua para que cayera una gran tormenta por la noche que lo borrara.

Llegó la hora de la cena y efectivamente me llevé la bronca por la pintada, y cuando oí el grito de mi madre en el baño recordé lo del perfume. No me apetecía recibir otra reprimenda así que decidí negar hasta la muerte que hubiera tenido algo que ver, escondiendo las manos en los bolsillos para no delatarme. Por suerte era un gesto que hacía muy a menudo así que no resultó sospechoso.

Al final mi primo, que era un bocazas con voz de pito, les contó a mamá y papá que había probado un cigarrillo. Ello fue causa de que las chicas no volvieran a "cuidarnos" más.
Mi madre comentó que a lo mejor ellas habían derramado su colonia y yo me inventé que las había visto entrar en el baño.

Por la noche no podía dormir y me colé en la habitación de mamá para decirle que se me había caído su colonia. Ella dijo que ya lo sabía. Las madres lo saben todo.

Volví a mi cama y me dormí rezándole al Dios de la lluvia, y sonreí cuando al abrir los ojos por la mañana escuché el repiqueteo de las gotas en el cristal. Pero la sonrisa se borró al acercarme a la ventana  y  ver que aquello seguía intacto. Como si lo hubiera cubierto una impermeable película protectora.
Otra vez me invadió ese cóctel bien mezclado de angustia y vergüenza.

Como no paró de llover en todo el día nos tocó jugar en casa, pero cada hora más o menos todos se asomaban a la ventana para comprobar que sus dibujos se iban borrando y el mío permanecía.
No paraban de preguntarme con qué lo había pintado y a mí se me iban acabando las excusas. Sabía que si seguían presionando no tardaría en confesar. Y no quería.

Al final se hizo de noche y por la ventana dejó de verse el asfalto. Por fin respiré y pensé que al día siguiente todo acabaría.

Pero por la mañana ahí seguía, y tuve ganas de llorar.
De ese momento me acordaba ahora viendo la calle. Esa sensación.
Ahora me parece una tontería, pero en aquel momento estaba desolada, mirando, impotente, con los ojos aún medio pegados por las legañas, aquella huella de vergüenza que parecía imborrable.
A lo mejor también las cosas que ahora me angustian me parecen tonterías en unos años. De hecho, estoy segura de que sera así.

No recuerdo que pasó después de ese día.
Si confesé, si no confesé. Si fueron tres o siete las mañanas que me asomé a la ventana. No recuerdo el día en el que cuando lo hice no encontré nada.

Así son los recuerdos, selectivos. Nunca hay sitio para todos.
Pero cuando abres la tapa, te asaltan cien más, muchos de los cuales creías olvidados.

Por ejemplo, recuerdo que una vez (más de una vez)  pisé una cagada por la calle. Y que una vez (más de una vez) me atasqué en un cruel amor no correspondido.
Pero lo que recuerdo mucho mejor es una vez en la que alguien me comparó esas dos situaciones. Yo ya había oído mil veces lo de las piedras con las que te tropiezas en el camino, pero he de decir que esto me hizo muchísima más gracia.

Me los comparó diciendo que ese cruel-amor-no-correspondido era como una cagada que había pisado y se me había quedado pegada en el zapato. Que sólo tenía que limpiarla un poco contra el césped y seguir caminando, que así se iría. Y punto. Así de simple.

Pienso que de aquel día mirando por la ventana  hace tantos años podría sacar la conclusión de que  "Mala mierda nunca muere",  pero sería una conclusión equívoca.
Porque claro que muere, por supuesto que se va.
Pero no rezando por lluvias torrenciales ni frotando fuerte contra el césped, ni dejándote las manos en carne viva ni con un frasco de perfume.
No,no,no.
Se va poco a poco, con cada uno de tus pasos alejándote.
Se va cuando dejas de mirar por la ventana.

jueves, 27 de marzo de 2014

Un vestido de lunares


-Abuelo, háblame de ella… ¡Háblame de la abuela, de cómo os conocisteis!

El hombre rió abrazando a su pequeña nieta, que ya se había acomodado en su regazo. Se quitó las viejas gafas y, frotándose los ojos, comenzó a recordar…

- Hace algunos, (muchos) años,  cuando  era un joven y apuesto estudiante de derecho  de segundo año, suspendí un par de asignaturas por despistarme con los exámenes de final de curso, así que mi padre, tu bisabuelo Ángel, me obligó a ir a pasar el verano a casa de su hermano, que vivía en una pequeña aldea entre los montes de Toledo… 

Cuatro casas una cafetería y un campo de fútbol descuidado, recuerdo que eso fue lo que pensé cuando llegué el primer día, muerto de rabia, pensando en cómo mis amigos se encontrarían disfrutando en la playa como solíamos hacer todos los veranos.

El tío Juan me obligaba, por órdenes de mi padre, a pasar día y noche, mañana y tarde, sentado ante un viejo escritorio ya carcomido, frente al enorme libro de leyes.
Por lo  menos aquella celda tenía en frente una ventana a través de la cual podía observar la pequeña calle a la que daba, que era paralela a la “avenida principal” (como se empeñaba en llamar la fauna autóctona  a esa intransitada y estrecha callejuela en la que se encontraban los cinco, contados,  comercios de la aldea).

Recuerdo lo cabreado que estaba por tener que pasar dos meses metido en aquel pueblucho.
No podía ni imaginar que allí conocería a la que sería la mujer de mi vida, por la que empezaría a volver cada verano a esas montañas.

Como te he dicho el  despacho en el que me pasaba los días estudiando tenía una enorme ventana, por delante de la cual comprobé unos días después que pasaba una hermosa joven cuatro veces a la semana, hacia las ocho de la tarde.
Más adelante supe que lo hacía por ir a ayudar a su tía  Chelo en la cocina del bar, un local que era famoso en el concejo entero por servirse en él   “el mejor cocido de la península” según rezaba delante de la puerta un pequeño cartel escrito a mano.
Yo sospechaba que los comensales iban más bien por ver a la tía Chelo que por su cocido... Era una rubia de indomable carácter que le ponía los puntos sobre las íes a cualquiera, sin dejar en cambio de resultar graciosa, con aquellos enormes ojos azules.

Pero a lo que iba: la primera vez que vi a tu abuela, era un día especialmente lluvioso.
Yo no podía concentrarme en los libros así que lo hice sobre la desierta calle, con la cara casi pegada al cristal.
Me encontraba absorto mirando las diminutas gotas rebotar contra el alféizar cuando escuché a alguien cantar.

Abrí la ventana y agudicé el oído, de manera que pude identificar la melodía de “Suzanne”, de Leonard Cohen, una canción que llevaba meses monopolizando las emisoras de radio del mundo entero.

La melodía provenía de algún lugar al otro lado de la calle.
La voz se iba acercando, y cuando pude ver a la  muchacha de la que provenía,  que dobló al fin la esquina, me quedé paralizado.
Una joven se balanceaba lentamente, al son de  la melodía, de un lado a otro de la calle. Llevaba un vestido azul celeste con grandes lunares blancos, y el pelo, de un negro azabache, recogido con unas sutiles horquillas a la altura de la nuca.
Tenía los ojos cerrados y a mí me pareció un ángel.
Y fue ahí, de repente, cuando empezaron a pasar las semanas volando. 

Yo esperaba ansioso los días en los que sabía que ella pasaría por delante de la ventana. A las ocho estaba frente a ella como un clavo, para poder mirarla. Siempre bailando, tarareando esa canción. Tan feliz y  tan tranquila.
Comprobé como hasta  a mi empezaban a escapárseme sin querer versos de ese precioso poema hecho canción mientras me duchaba o me vestía por las mañanas.

Estaba loco por ella y sin embargo aún no me había dejado ver.
Y no lo hice hasta aquel martes, dos semanas antes de mi partida, a principios de septiembre.

El martes era uno de los días que ella acostumbraba a pasar por delante de mi ventana, así que ahí estaba yo esperándola como siempre. Pero dieron las ocho y no escuche su voz  doblar la calle.
Me asomé y  la divisé allí, a lo lejos. Ví como su esbelta e inconfundible figura se acercaba, pero lo hacía en silencio. No cantaba ni bailaba, ni amago hacía siquiera.
Qué extraño me pareció, ni uno de los días la había visto tan decaída. No la había visto dejar de brillar ni un segundo. En todo el verano.

Se me ocurrió algo.
Bajé corriendo por las empinadas y estrechas escaleras al sotano, a buscar una cosa que sabía estaba allí.
Tardé treinta segundos en encontrarlo, cubierto de polvo, el viejo tocadiscos que mi padre le había enviado a su hermano como regalo alguna de las navidades anteriores.
Volví a subir, casi sin aire, y saqué de debajo de mi colchón el vinilo que había comprado sin darme cuenta la semana anterior en la tienda de música, mientras pensaba en ella.

Lo puse y abrí de par en par las ventanas, inundando la calle con la canción que, por alguna razón, esa tarde no acompañaba a tu abuela.
Y después me asomé y me puse a cantar Suzzane,  tímido yo como era, mientras ella me miraba, primero sorprendida, luego sonriente.
Comenzó a moverse con la gracia de siempre, reanudando su marcha, y, justo antes de doblar la esquina se volvió. Me guiñó el ojo, un gesto medio inocente medio descarado que terminó conmigo. Estaba perdido. Era suyo para siempre.
Comenzamos a escribirnos cartas interminables, a conocernos bien, y yo a frecuentar cada vez que podía esa aldea que tanto había odiado al principio…
En cuanto terminé los estudios y conseguí trabajo fui a buscarla, le pedí a tu abuelo Pepe su mano y por fin nos casamos, comenzando así los años más felices de mi vida, junto a ella…

-          Ojalá la hubiera conocido, abuelo… Era tan guapa. La he visto en fotos… ¿Me pareceré a ella cuando crezca?

-          Pues claro… Tienes su pelo, y sus ojos… Te contaré algo. Fue ella la que escogió tu nombre…
       Verás, la noche que tu naciste, estábamos todos en el hospital, porque aparte de tu madre y tú, la abuela también se encontraba ingresada… Estaba ya muy enferma, tan débil que apenas podía sostenerse en pie.
Tenía mucho dolor y se pasaba casi todo el día dormida, por la fuerte medicación.
Se encontraba en la cama vecina a la de tu madre, en la habitación 204 del hospital, lo recuerdo perfectamente.  Había una cuna entre las dos, con un precioso y arrugado bebé muy guerrero, que no paraba de llorar… ¡Cómo llorabas, no sabíamos cómo hacerte parar!
Tu padre y yo nos encontrábamos en el pasillo porque habíamos salido un momento a por algo para cenar, y sentimos como ese fuerte llanto que había sido constante durante tantas horas cesó de repente.
Nos asustamos.
Irrumpimos en la habitación a los dos segundos, muertos de preocupación. Y lo que vimos fue algo hermoso, algo increíble… Tu abuela se había levantado y se encontraba en el centro de la habitación; sus delgados brazos  te sostenían con una fuerza que había vuelto a ella tras varios meses desaparecida...

Dicen que hay un momento ,antes de que las personas se apaguen para siempre,  en el que recobran toda la fuerza, la lucidez.
Yo lo ví en tu abuela. Tú fuiste su momento de luz...Y me parece que aún puedo verla, en esa habitación, meciéndote con ternura. Te miraba sonriente, con lágrimas en los ojos.
Te balanceaba en su maltrecho cuerpo mientras cantaba dulcemente una cancion... La canción que dio sentido a mi vida dos veces; la primera con ella, y la segunda contigo, mi  querida Suzanne.

martes, 11 de marzo de 2014

Cosas que pasan


¿Qué ocurre cuando,de estar mucho  tiempo pegado a los libros, practicamente esnifando tinta, pasas a no hacer absolutamente nada? ¿Cuando tu cerebro se inactiva y  pasas a ser una forma de vida inferior, una especie de ameba que sólo respira porque ya está programada para ello…?

Pues ocurre que, en las pausas para fumar que se permite el mono-que-toca-los-platillos que ahora ocupa tu cráneo, piensas.

Piensas porque de repente tienes tiempo para ello.

Yo he pensado hoy, mirando que  el calendario dice que me quedan pocas semanas para llegar al cuarto de siglo, en las veces que me he sentido satisfecha en la vida.

Y seguramente sean muchas más, pero se me han ocurrido dos.

Podrían pensar que ocurrieron cuando terminé la carrera, o el día del MIR… Pero no.

Lo de ser médico es algo que aún no logro creerme…  Quizás sea porque en el fondo tengo miedo de no saber hacerlo. De no poder evitar ir por ahí  levantando a los pacientes de sus camas para echarme yo porque la sangre me marea, en lugar de salvando vidas o cortando piernas, o esas cosas que se supone que tendré que saber hacer.

No bromeo, esto de ir por las plantas desmayándome me ha pasado durante toda la carrera… Casi recuerdo más las galletas y los zumos de las salas de enfermería que los propios quirófanos.

Tal vez debí tomarme en serio aquello y huir cuando aún estaba a tiempo… Pero no lo hice. Por algo sería. Supongo que al final lo haré bien… O eso espero.

Lo segundo, lo de la satisfacción al salir del MIR, eso no existe. Es una mentira.

Más bien sales como una especie de zombie que no sabe ni por donde caminar, o qué dirección tomar cuando atraviesa el umbral de la puerta tras la que se supone le espera la libertad.

Más bien sales con la mirada perdida, en automático,  a encontrarte con una familia o amigos que te rodean encantados, te aplauden, te chillan, felices por ti, porque al fin has acabado. Porque saben que te lo has currado.

-¿ Y qué tal ha ido?

- Ehh… ah… no sé..

- Da igual, ¡eres libre! ¡Vamos a por unos cubatas!

Y el caso es que ni siquiera meses más tarde te sientes del todo satisfecho; en medicina siempre es así.

Porque ahora toca la elección. Después será el primer día, después la primera guardia, después tu primer paciente, ese que es solo pa´ti… En fin, que no se acaba nunca.

Así que  ahora procederé con las dos situaciones en las que yo, personalmente, me he sentido realmente satisfecha.

La primera no es ninguna sorpresa, fue hace casi un año, el día que terminé Línea 6… Ninguna obra maestra, por supuesto, pero íntegramente mía.

No es más que una sucesión de palabras con y sin mucho sentido que desde entonces ha ido fracasando estrepitosamente en cada concurso literario al que la he presentado. Pero dicen que la esperanza es lo último que se pierde, así que cada vez que ocurre me digo: Algún día (aunque sea de mi bolsillo y en la librería del salón de mis padres ) habrá un ejemplar impreso. Y tendrá  las páginas amarillas y un fuerte olor a polvo.

La segunda vez que me sentí satisfecha fue el día que desatasqué un WC yo sola.

Sé que puede resultar extraño que en casi veinticinco años recuerde ésta como una de mis  hazañas más autosuficiente; pero es lo que hay.

Fue en enero, a diez o quince días del examen más importante que he hecho  en mi vida. Llevaba un par de semanas discutiendo un poco más de la cuenta con mi abuela  porque no quería comerme una hamburguesa que me había traído del restaurante donde solía coger la comida dos veces por semana (es que, a diferencia del resto de abuelas del mundo, la mía no toca los fogones ni con un palo, ni siquiera en Navidad).

El caso es que me había entrado una especie de psicosis con no comerme la hamburguesa porque sospechaba que albergaba algún tipo de Clostridium, (con aquel color verdoso, como el que adquiere una suela de zapato después de  pisotear montones de  hierba recién segada), así que se me ocurrió la brillante idea de tirarla por el retrete.

Le diría a la abuela que me la había comido y todo solucionado.

No bronca.

Peace in the house.

 All good in the hood. 

Ha-Ha…

Pasé de creerme un as a una buena imbécil con algún tipo de cortocircuito entre los cables de sus neuronas en el momento en el que vi que la hamburguesa no pasaba por la tubería y el nivel del agua comenzaba a subir.

Pero vamos a ver… ¿Cómo iba a pasar por una tubería de menos de diez cm de diámetro? ¡Si tenía el tamaño de un frisbee!

Lo peor de todo es que lo primero que pensé cuando vi que el agua comenzaba a subir fue que tendría que haberla cortado en trocitos… (¿¿¡¡!!??)  


Empezó entonces a cundir el pánico.

Cada vez que tiraba de la cisterna subía más y más el agua, hasta que empezó a desbordarse  (Briconsejo:  si se os ha atascado el wáter, dejad de tirar de la cisterna si veis que a la tercera la cosa no mejora.  De nada.)

Me encontraba peleando contra la creciente marejada, armada únicamente con un cubo y una escobilla, cuando escuché el sonido de las llaves en la cerradura.

 << Oh, no.>>

Gracias a un rápido golpe de talón me dio tiempo a cerrar la puerta justo antes de que el elegante taconeo de la abuela se detuviera frente a la puerta  del baño.

-          ¡Ya estoy en casa!

-          Ehm.. Sí, ahora salgo abuela.-

-          ¿Qué es eso que se oye? ¿La cisterna? - << Vaya,  menudo oído tenía cuando quería…>>

-           No, no. ¡¡Es que me estoy duchando…!!

Cuando la escuché alejarse hacia su habitación salí corriendo a la cocina, a por trapos, dejando el cubo lleno de agua estratégicamente escondido dentro de la bañera.

Llegué a la cocina y en el armario de los trapos encontré un bote que ponía en letras mayúsculas y rojas ( ¡¡ROJAS!!) :  SUPERDESATASCADOR…  No soy muy creyente, pero en ese momento miré al cielo y di las gracias. No me paré a hacer un Baile de Carlton porque iba justa de tiempo.

Me encaminé deprisa hacia el cuarto de baño, y cuando me encontraba a tan sólo dos pasos de la puerta,  la figura de la abuela dobló la esquina para aparecer al otro lado del pasillo.

-¿Qué llevas ahí? ¿No habrás atascado el retrete?- Preguntó, suspicaz, mientras se acercaba.

<<¿Pero cómo lo ha hecho?>>

Pillada.

Si hay algo que me caracteriza, y que se supone que es bueno pero que a mí siempre me ha resultado muy pero que muy inconveniente, es que no sé mentir. Se me da fatal. O me doy la vuelta y cambio de tema rápido o acabo confesando  todo del tirón. Con pelos y señales….
 Y me habían pillado de frente, así que canté.

¡El grito que pegó mi abuela cuando le dije que lo que había atascado el baño era la maldita hamburguesa!  Qué cómo se me ocurre, que la carne no se deshace que eso lo sabe todo el mundo  (perdóname, Einstein), que parece mentira, que si el estudio me está volviendo chiflada, bla bla bla…
Gracias al cielo tenía que salir porque había quedado con unas amigas, así que pospuso la bronca un par de horas.

La acompañé a la puerta con la promesa de que a su vuelta lo tendría todo controlado.
Yo  estaba convencida de ello, pues  tenía el SUPERDESATASCADOR y me encontraba deseando probar su magia.

Cuando regresé al baño me puse a leer las instrucciones (tenía un símbolo de alta toxicidad muy interesante que no debía pasar por alto). El producto tardaba unos diez minutos en actuar, y había que evitar contacto con el líquido porque era muy tóxico, así que tuve cuidado de no tocarlo mientras vertía tranquilamente casi más de medio bote en el inodoro.

El olor del líquido me recordó la última (y única) vez que había entrado en contacto con un producto de limpieza tóxico. Fue durante mi erasmus, un día que me dio por hacer limpieza exhaustiva y me encerré dentro  de la ducha a frotar la mampara con viakal…  Sucedió que, tras veinte minutos respirando  limpiador- antical, terminé intoxicada, tirada en la cama boca arriba con un colocón que me duró tres horas.

Desde ese día pienso que limpiar una casa es deporte de riesgo, lo que hizo que me tomara en serio la toxicidad esta vez, tapándome precavidamente la nariz hasta que sentí que había vertido suficiente SUPERDESATASCADOR en el wc como para desintegrar ciento un hamburguesas.

 Volví entonces a poner el producto en su sitio y me senté a estudiar.

Pero no podía concentrarme. No había terminado la misión.

Necesitaba ver como el agua se marchaba por las tuberías antes de seguir con mi vida. Uno de esos… puntos de inflexión, ya saben.

Me senté en el borde de la bañera, delante del retrete, a esperar. Y por fin, a los treinta minutos (le había dejado veinte minutos más de cortesía al superD para que hiciera bien su trabajo) tiré de la cisterna, y lo que sucedió fue totalmente inesperado.

El agua comenzó a desbordar mucho más que la última vez,  a inundar el servicio por todas partes, ¡hasta me empapó los calcetines!

Vale, Paloma:  esto no es un simulacro.

Cogí el teléfono y, como persona adulta y completamente autosuficiente, llamé a mi padre.

No se sorprendió mucho cuando le conté la historia, (me conoce bien) y sólo me dijo que si no quería que la abuela me liquidase tendría que “meter la manita”…lo dijo así, con tono jocoso, (¡como me fastidió en ese momento, lo estaba pasando realmente mal!).

Colgué deprisa y fui a la cocina a por los guantes amarillos de fregar (otro detalle de esos en los que mi cabeza no suele reparar… Hay guantes de limpiar el baño, y guantes con los que friegas los platos en los que luego pones la comida. No confundir. )

Cuando llegué frente al retrete, me puse el  guante derecho, (porque aunque siempre he querido ser zurda todavía no lo he conseguido) e introduje el brazo hasta las entrañas de aquel armatoste blanco, hasta que mi mano tropezó con algo que atascaba completamente la tubería. Lo agarré.

Saqué la mano despacio, con una mueca de asco que se convirtió en una de asombro cuando por fin pude ver  lo que tenía entre los dedos:  una reluciente e INTACTA hamburguesa. ¡Estaba tal cual la había tirado!

Había imaginado una especie de masa verde medio desintegrada por el corrosivo, y resultó que hasta conservaba el corte limpio que le había hecho en medio cuando inspeccionaba el color verdoso de la carne.  Unbelievable.

Me dirigí hacia la cocina con aire triunfal,  los brazos en alto, para no tocar nada, cual cirujano recién salido de una satisfactoria operación.

Tiré la pieza al cubo de la basura y volví a ocupar mi sitio en el despacho, frente a la montaña de libros.

Aunque suene extraño, y probablemente estúpido,  prometo que no se pueden imaginar cuan satisfecha me sentí por aquello.  No me explicaba por qué ni se me había ocurrido de primeras sacar la carne manualmente. Es pura mecánica…
No sé si de esta historia se puede sacar alguna conclusión... Pero si así fuera, probablemente sería algo como que la mayoría de las veces la solución no es distinta del problema… Que no hay que complicarase, porque a veces lo correcto es en realidad lo más simple, y , por supuesto, que si quieres hacer algo y que salga bien, al final  “vas a tener que   meter la manita” .