jueves, 27 de marzo de 2014

Un vestido de lunares


-Abuelo, háblame de ella… ¡Háblame de la abuela, de cómo os conocisteis!

El hombre rió abrazando a su pequeña nieta, que ya se había acomodado en su regazo. Se quitó las viejas gafas y, frotándose los ojos, comenzó a recordar…

- Hace algunos, (muchos) años,  cuando  era un joven y apuesto estudiante de derecho  de segundo año, suspendí un par de asignaturas por despistarme con los exámenes de final de curso, así que mi padre, tu bisabuelo Ángel, me obligó a ir a pasar el verano a casa de su hermano, que vivía en una pequeña aldea entre los montes de Toledo… 

Cuatro casas una cafetería y un campo de fútbol descuidado, recuerdo que eso fue lo que pensé cuando llegué el primer día, muerto de rabia, pensando en cómo mis amigos se encontrarían disfrutando en la playa como solíamos hacer todos los veranos.

El tío Juan me obligaba, por órdenes de mi padre, a pasar día y noche, mañana y tarde, sentado ante un viejo escritorio ya carcomido, frente al enorme libro de leyes.
Por lo  menos aquella celda tenía en frente una ventana a través de la cual podía observar la pequeña calle a la que daba, que era paralela a la “avenida principal” (como se empeñaba en llamar la fauna autóctona  a esa intransitada y estrecha callejuela en la que se encontraban los cinco, contados,  comercios de la aldea).

Recuerdo lo cabreado que estaba por tener que pasar dos meses metido en aquel pueblucho.
No podía ni imaginar que allí conocería a la que sería la mujer de mi vida, por la que empezaría a volver cada verano a esas montañas.

Como te he dicho el  despacho en el que me pasaba los días estudiando tenía una enorme ventana, por delante de la cual comprobé unos días después que pasaba una hermosa joven cuatro veces a la semana, hacia las ocho de la tarde.
Más adelante supe que lo hacía por ir a ayudar a su tía  Chelo en la cocina del bar, un local que era famoso en el concejo entero por servirse en él   “el mejor cocido de la península” según rezaba delante de la puerta un pequeño cartel escrito a mano.
Yo sospechaba que los comensales iban más bien por ver a la tía Chelo que por su cocido... Era una rubia de indomable carácter que le ponía los puntos sobre las íes a cualquiera, sin dejar en cambio de resultar graciosa, con aquellos enormes ojos azules.

Pero a lo que iba: la primera vez que vi a tu abuela, era un día especialmente lluvioso.
Yo no podía concentrarme en los libros así que lo hice sobre la desierta calle, con la cara casi pegada al cristal.
Me encontraba absorto mirando las diminutas gotas rebotar contra el alféizar cuando escuché a alguien cantar.

Abrí la ventana y agudicé el oído, de manera que pude identificar la melodía de “Suzanne”, de Leonard Cohen, una canción que llevaba meses monopolizando las emisoras de radio del mundo entero.

La melodía provenía de algún lugar al otro lado de la calle.
La voz se iba acercando, y cuando pude ver a la  muchacha de la que provenía,  que dobló al fin la esquina, me quedé paralizado.
Una joven se balanceaba lentamente, al son de  la melodía, de un lado a otro de la calle. Llevaba un vestido azul celeste con grandes lunares blancos, y el pelo, de un negro azabache, recogido con unas sutiles horquillas a la altura de la nuca.
Tenía los ojos cerrados y a mí me pareció un ángel.
Y fue ahí, de repente, cuando empezaron a pasar las semanas volando. 

Yo esperaba ansioso los días en los que sabía que ella pasaría por delante de la ventana. A las ocho estaba frente a ella como un clavo, para poder mirarla. Siempre bailando, tarareando esa canción. Tan feliz y  tan tranquila.
Comprobé como hasta  a mi empezaban a escapárseme sin querer versos de ese precioso poema hecho canción mientras me duchaba o me vestía por las mañanas.

Estaba loco por ella y sin embargo aún no me había dejado ver.
Y no lo hice hasta aquel martes, dos semanas antes de mi partida, a principios de septiembre.

El martes era uno de los días que ella acostumbraba a pasar por delante de mi ventana, así que ahí estaba yo esperándola como siempre. Pero dieron las ocho y no escuche su voz  doblar la calle.
Me asomé y  la divisé allí, a lo lejos. Ví como su esbelta e inconfundible figura se acercaba, pero lo hacía en silencio. No cantaba ni bailaba, ni amago hacía siquiera.
Qué extraño me pareció, ni uno de los días la había visto tan decaída. No la había visto dejar de brillar ni un segundo. En todo el verano.

Se me ocurrió algo.
Bajé corriendo por las empinadas y estrechas escaleras al sotano, a buscar una cosa que sabía estaba allí.
Tardé treinta segundos en encontrarlo, cubierto de polvo, el viejo tocadiscos que mi padre le había enviado a su hermano como regalo alguna de las navidades anteriores.
Volví a subir, casi sin aire, y saqué de debajo de mi colchón el vinilo que había comprado sin darme cuenta la semana anterior en la tienda de música, mientras pensaba en ella.

Lo puse y abrí de par en par las ventanas, inundando la calle con la canción que, por alguna razón, esa tarde no acompañaba a tu abuela.
Y después me asomé y me puse a cantar Suzzane,  tímido yo como era, mientras ella me miraba, primero sorprendida, luego sonriente.
Comenzó a moverse con la gracia de siempre, reanudando su marcha, y, justo antes de doblar la esquina se volvió. Me guiñó el ojo, un gesto medio inocente medio descarado que terminó conmigo. Estaba perdido. Era suyo para siempre.
Comenzamos a escribirnos cartas interminables, a conocernos bien, y yo a frecuentar cada vez que podía esa aldea que tanto había odiado al principio…
En cuanto terminé los estudios y conseguí trabajo fui a buscarla, le pedí a tu abuelo Pepe su mano y por fin nos casamos, comenzando así los años más felices de mi vida, junto a ella…

-          Ojalá la hubiera conocido, abuelo… Era tan guapa. La he visto en fotos… ¿Me pareceré a ella cuando crezca?

-          Pues claro… Tienes su pelo, y sus ojos… Te contaré algo. Fue ella la que escogió tu nombre…
       Verás, la noche que tu naciste, estábamos todos en el hospital, porque aparte de tu madre y tú, la abuela también se encontraba ingresada… Estaba ya muy enferma, tan débil que apenas podía sostenerse en pie.
Tenía mucho dolor y se pasaba casi todo el día dormida, por la fuerte medicación.
Se encontraba en la cama vecina a la de tu madre, en la habitación 204 del hospital, lo recuerdo perfectamente.  Había una cuna entre las dos, con un precioso y arrugado bebé muy guerrero, que no paraba de llorar… ¡Cómo llorabas, no sabíamos cómo hacerte parar!
Tu padre y yo nos encontrábamos en el pasillo porque habíamos salido un momento a por algo para cenar, y sentimos como ese fuerte llanto que había sido constante durante tantas horas cesó de repente.
Nos asustamos.
Irrumpimos en la habitación a los dos segundos, muertos de preocupación. Y lo que vimos fue algo hermoso, algo increíble… Tu abuela se había levantado y se encontraba en el centro de la habitación; sus delgados brazos  te sostenían con una fuerza que había vuelto a ella tras varios meses desaparecida...

Dicen que hay un momento ,antes de que las personas se apaguen para siempre,  en el que recobran toda la fuerza, la lucidez.
Yo lo ví en tu abuela. Tú fuiste su momento de luz...Y me parece que aún puedo verla, en esa habitación, meciéndote con ternura. Te miraba sonriente, con lágrimas en los ojos.
Te balanceaba en su maltrecho cuerpo mientras cantaba dulcemente una cancion... La canción que dio sentido a mi vida dos veces; la primera con ella, y la segunda contigo, mi  querida Suzanne.

martes, 11 de marzo de 2014

Cosas que pasan


¿Qué ocurre cuando,de estar mucho  tiempo pegado a los libros, practicamente esnifando tinta, pasas a no hacer absolutamente nada? ¿Cuando tu cerebro se inactiva y  pasas a ser una forma de vida inferior, una especie de ameba que sólo respira porque ya está programada para ello…?

Pues ocurre que, en las pausas para fumar que se permite el mono-que-toca-los-platillos que ahora ocupa tu cráneo, piensas.

Piensas porque de repente tienes tiempo para ello.

Yo he pensado hoy, mirando que  el calendario dice que me quedan pocas semanas para llegar al cuarto de siglo, en las veces que me he sentido satisfecha en la vida.

Y seguramente sean muchas más, pero se me han ocurrido dos.

Podrían pensar que ocurrieron cuando terminé la carrera, o el día del MIR… Pero no.

Lo de ser médico es algo que aún no logro creerme…  Quizás sea porque en el fondo tengo miedo de no saber hacerlo. De no poder evitar ir por ahí  levantando a los pacientes de sus camas para echarme yo porque la sangre me marea, en lugar de salvando vidas o cortando piernas, o esas cosas que se supone que tendré que saber hacer.

No bromeo, esto de ir por las plantas desmayándome me ha pasado durante toda la carrera… Casi recuerdo más las galletas y los zumos de las salas de enfermería que los propios quirófanos.

Tal vez debí tomarme en serio aquello y huir cuando aún estaba a tiempo… Pero no lo hice. Por algo sería. Supongo que al final lo haré bien… O eso espero.

Lo segundo, lo de la satisfacción al salir del MIR, eso no existe. Es una mentira.

Más bien sales como una especie de zombie que no sabe ni por donde caminar, o qué dirección tomar cuando atraviesa el umbral de la puerta tras la que se supone le espera la libertad.

Más bien sales con la mirada perdida, en automático,  a encontrarte con una familia o amigos que te rodean encantados, te aplauden, te chillan, felices por ti, porque al fin has acabado. Porque saben que te lo has currado.

-¿ Y qué tal ha ido?

- Ehh… ah… no sé..

- Da igual, ¡eres libre! ¡Vamos a por unos cubatas!

Y el caso es que ni siquiera meses más tarde te sientes del todo satisfecho; en medicina siempre es así.

Porque ahora toca la elección. Después será el primer día, después la primera guardia, después tu primer paciente, ese que es solo pa´ti… En fin, que no se acaba nunca.

Así que  ahora procederé con las dos situaciones en las que yo, personalmente, me he sentido realmente satisfecha.

La primera no es ninguna sorpresa, fue hace casi un año, el día que terminé Línea 6… Ninguna obra maestra, por supuesto, pero íntegramente mía.

No es más que una sucesión de palabras con y sin mucho sentido que desde entonces ha ido fracasando estrepitosamente en cada concurso literario al que la he presentado. Pero dicen que la esperanza es lo último que se pierde, así que cada vez que ocurre me digo: Algún día (aunque sea de mi bolsillo y en la librería del salón de mis padres ) habrá un ejemplar impreso. Y tendrá  las páginas amarillas y un fuerte olor a polvo.

La segunda vez que me sentí satisfecha fue el día que desatasqué un WC yo sola.

Sé que puede resultar extraño que en casi veinticinco años recuerde ésta como una de mis  hazañas más autosuficiente; pero es lo que hay.

Fue en enero, a diez o quince días del examen más importante que he hecho  en mi vida. Llevaba un par de semanas discutiendo un poco más de la cuenta con mi abuela  porque no quería comerme una hamburguesa que me había traído del restaurante donde solía coger la comida dos veces por semana (es que, a diferencia del resto de abuelas del mundo, la mía no toca los fogones ni con un palo, ni siquiera en Navidad).

El caso es que me había entrado una especie de psicosis con no comerme la hamburguesa porque sospechaba que albergaba algún tipo de Clostridium, (con aquel color verdoso, como el que adquiere una suela de zapato después de  pisotear montones de  hierba recién segada), así que se me ocurrió la brillante idea de tirarla por el retrete.

Le diría a la abuela que me la había comido y todo solucionado.

No bronca.

Peace in the house.

 All good in the hood. 

Ha-Ha…

Pasé de creerme un as a una buena imbécil con algún tipo de cortocircuito entre los cables de sus neuronas en el momento en el que vi que la hamburguesa no pasaba por la tubería y el nivel del agua comenzaba a subir.

Pero vamos a ver… ¿Cómo iba a pasar por una tubería de menos de diez cm de diámetro? ¡Si tenía el tamaño de un frisbee!

Lo peor de todo es que lo primero que pensé cuando vi que el agua comenzaba a subir fue que tendría que haberla cortado en trocitos… (¿¿¡¡!!??)  


Empezó entonces a cundir el pánico.

Cada vez que tiraba de la cisterna subía más y más el agua, hasta que empezó a desbordarse  (Briconsejo:  si se os ha atascado el wáter, dejad de tirar de la cisterna si veis que a la tercera la cosa no mejora.  De nada.)

Me encontraba peleando contra la creciente marejada, armada únicamente con un cubo y una escobilla, cuando escuché el sonido de las llaves en la cerradura.

 << Oh, no.>>

Gracias a un rápido golpe de talón me dio tiempo a cerrar la puerta justo antes de que el elegante taconeo de la abuela se detuviera frente a la puerta  del baño.

-          ¡Ya estoy en casa!

-          Ehm.. Sí, ahora salgo abuela.-

-          ¿Qué es eso que se oye? ¿La cisterna? - << Vaya,  menudo oído tenía cuando quería…>>

-           No, no. ¡¡Es que me estoy duchando…!!

Cuando la escuché alejarse hacia su habitación salí corriendo a la cocina, a por trapos, dejando el cubo lleno de agua estratégicamente escondido dentro de la bañera.

Llegué a la cocina y en el armario de los trapos encontré un bote que ponía en letras mayúsculas y rojas ( ¡¡ROJAS!!) :  SUPERDESATASCADOR…  No soy muy creyente, pero en ese momento miré al cielo y di las gracias. No me paré a hacer un Baile de Carlton porque iba justa de tiempo.

Me encaminé deprisa hacia el cuarto de baño, y cuando me encontraba a tan sólo dos pasos de la puerta,  la figura de la abuela dobló la esquina para aparecer al otro lado del pasillo.

-¿Qué llevas ahí? ¿No habrás atascado el retrete?- Preguntó, suspicaz, mientras se acercaba.

<<¿Pero cómo lo ha hecho?>>

Pillada.

Si hay algo que me caracteriza, y que se supone que es bueno pero que a mí siempre me ha resultado muy pero que muy inconveniente, es que no sé mentir. Se me da fatal. O me doy la vuelta y cambio de tema rápido o acabo confesando  todo del tirón. Con pelos y señales….
 Y me habían pillado de frente, así que canté.

¡El grito que pegó mi abuela cuando le dije que lo que había atascado el baño era la maldita hamburguesa!  Qué cómo se me ocurre, que la carne no se deshace que eso lo sabe todo el mundo  (perdóname, Einstein), que parece mentira, que si el estudio me está volviendo chiflada, bla bla bla…
Gracias al cielo tenía que salir porque había quedado con unas amigas, así que pospuso la bronca un par de horas.

La acompañé a la puerta con la promesa de que a su vuelta lo tendría todo controlado.
Yo  estaba convencida de ello, pues  tenía el SUPERDESATASCADOR y me encontraba deseando probar su magia.

Cuando regresé al baño me puse a leer las instrucciones (tenía un símbolo de alta toxicidad muy interesante que no debía pasar por alto). El producto tardaba unos diez minutos en actuar, y había que evitar contacto con el líquido porque era muy tóxico, así que tuve cuidado de no tocarlo mientras vertía tranquilamente casi más de medio bote en el inodoro.

El olor del líquido me recordó la última (y única) vez que había entrado en contacto con un producto de limpieza tóxico. Fue durante mi erasmus, un día que me dio por hacer limpieza exhaustiva y me encerré dentro  de la ducha a frotar la mampara con viakal…  Sucedió que, tras veinte minutos respirando  limpiador- antical, terminé intoxicada, tirada en la cama boca arriba con un colocón que me duró tres horas.

Desde ese día pienso que limpiar una casa es deporte de riesgo, lo que hizo que me tomara en serio la toxicidad esta vez, tapándome precavidamente la nariz hasta que sentí que había vertido suficiente SUPERDESATASCADOR en el wc como para desintegrar ciento un hamburguesas.

 Volví entonces a poner el producto en su sitio y me senté a estudiar.

Pero no podía concentrarme. No había terminado la misión.

Necesitaba ver como el agua se marchaba por las tuberías antes de seguir con mi vida. Uno de esos… puntos de inflexión, ya saben.

Me senté en el borde de la bañera, delante del retrete, a esperar. Y por fin, a los treinta minutos (le había dejado veinte minutos más de cortesía al superD para que hiciera bien su trabajo) tiré de la cisterna, y lo que sucedió fue totalmente inesperado.

El agua comenzó a desbordar mucho más que la última vez,  a inundar el servicio por todas partes, ¡hasta me empapó los calcetines!

Vale, Paloma:  esto no es un simulacro.

Cogí el teléfono y, como persona adulta y completamente autosuficiente, llamé a mi padre.

No se sorprendió mucho cuando le conté la historia, (me conoce bien) y sólo me dijo que si no quería que la abuela me liquidase tendría que “meter la manita”…lo dijo así, con tono jocoso, (¡como me fastidió en ese momento, lo estaba pasando realmente mal!).

Colgué deprisa y fui a la cocina a por los guantes amarillos de fregar (otro detalle de esos en los que mi cabeza no suele reparar… Hay guantes de limpiar el baño, y guantes con los que friegas los platos en los que luego pones la comida. No confundir. )

Cuando llegué frente al retrete, me puse el  guante derecho, (porque aunque siempre he querido ser zurda todavía no lo he conseguido) e introduje el brazo hasta las entrañas de aquel armatoste blanco, hasta que mi mano tropezó con algo que atascaba completamente la tubería. Lo agarré.

Saqué la mano despacio, con una mueca de asco que se convirtió en una de asombro cuando por fin pude ver  lo que tenía entre los dedos:  una reluciente e INTACTA hamburguesa. ¡Estaba tal cual la había tirado!

Había imaginado una especie de masa verde medio desintegrada por el corrosivo, y resultó que hasta conservaba el corte limpio que le había hecho en medio cuando inspeccionaba el color verdoso de la carne.  Unbelievable.

Me dirigí hacia la cocina con aire triunfal,  los brazos en alto, para no tocar nada, cual cirujano recién salido de una satisfactoria operación.

Tiré la pieza al cubo de la basura y volví a ocupar mi sitio en el despacho, frente a la montaña de libros.

Aunque suene extraño, y probablemente estúpido,  prometo que no se pueden imaginar cuan satisfecha me sentí por aquello.  No me explicaba por qué ni se me había ocurrido de primeras sacar la carne manualmente. Es pura mecánica…
No sé si de esta historia se puede sacar alguna conclusión... Pero si así fuera, probablemente sería algo como que la mayoría de las veces la solución no es distinta del problema… Que no hay que complicarase, porque a veces lo correcto es en realidad lo más simple, y , por supuesto, que si quieres hacer algo y que salga bien, al final  “vas a tener que   meter la manita” .