lunes, 29 de junio de 2015

No hay bailes raros, sino gente que no entiende de baile

Es curioso como a las personas nos moldean las circunstancias.

Como las experiencias pasadas condicionan nuestra manera de reaccionar ante las nuevas.

Se cumple de alguna manera la tercera ley de Newton, mi favorita, el caprichoso juego de la "acción/ reacción".

El otro dia me encontraba con un amigo tomando un café en la plaza del Pintor Sorolla, en una terraza situada junto a la boca de metro Iglesia, cuando se nos acercó un hombre con vestimenta harapienta y fuerte olor a destilado para pedirnos "una monedilla" a cambio de un paquete de pañuelos.

Nos disculpamos con cara de circunstancia pero ninguno de los dos hizo amago de mirar en su bolsillo.


El señor, aparentemente ofendido por nuestra falta de interés, permaneció a nuestro lado, agitando insistentemente el paquete de pañuelos delante de nuestras narices mientras balbuceaba algo que no conseguimos entender.

El camarero del establecimiento, que se encontraba en ese momento en algún lugar tras la barra (sospecho que pegado al ventilador) terminó por salir a pedirle al hombre que se marchara; hasta que éste, de mala gana, finalmente lo hizo.

Al poco rato pedimos la cuenta, pagamos los dos cafés y una propina simbólica, y nos marchamos.

Yo me dirigí calle abajo y , en el primer paso de cebra que  encontré, se me acercó una señora.
De refilón pude observar que no media más de un metro cuarenta, se apoyaba sobre un bastón y que llevaba una falda de cuadros negros y rojos que me recordó a los viejos pijamas de franela heredados que acompañaron las noches de toda mi infancia.
Me señaló y con una voz apenas audible se dirigió a mi.

Tenía un solo diente, uno de los incisivos inferiores (la que suele ser la última resistencia pasados los 70).

- Me puedes ayudar? - Me dijo, clavando en los míos sus caídos ojos azules.
- Lo siento mucho, no llevo nada. - le contesté. Y era verdad. (Soy la típica persona que se pasa el día buscando cajeros porque nunca lleva efectivo).

La señora se sorprendió, y me clavó una mirada que me pareció severa y decepcionada al mismo tiempo.
- ... No sé que os pasa a los jóvenes de hoy en día,que no escucháis. No os da la gana. Quería pedirte que me ayudaras a cruzar la calle, niña. 


¡ZASCA! Me quedé planchada.

Volví a mirar a la señora, mas detenidamente. 
Efectivamente no alcanzaba el metro y medio. Llevaba su falda "franelil" combinada con una chaqueta de color azul gastado y sujetaba con pinzas (también azules) dos mechones de su media melena hacia una y otra sien, igual que una niña en edad escolar. 
Esto último le otorgaba un aspecto incongruente y algo estrafalario que me resultó entrañable.

Enseguida me disculpé, arrepentida.
-No sé en que estaba pensando. Tiene usted razón, señora. Perdóneme.
Le ofrecí mi brazo y ella se agarró a el para cruzar al otro lado de la calle.
Me explicó que había sufrido un atropello hacia unos años un par de calles más abajo, y que desde entonces le daban miedo los cruces sin semáforo.


Tras acompañarla me despedí, disculpándome de nuevo y prometiéndole que de ese momento en adelante escucharía mas y mejor, y que si alguien me pedía ayuda respondería con un sí en lugar de para qué, como (ella aseguraba) se hacia antes.

Me dejó pensativa el encuentro con la anciana. Sentí vergüenza de mi rápida reacción: había respondido que no sin preguntar. Presuponiendo.
Me arrepentí incluso de no haberle comprado unos pañuelos al borrachín.


El día siguiente, domingo, me encontraba paseando con dos buenas amigas por la calle Alcalá ( la más larga de Madrid, para los que desconozcan el dato) cuando un hombre de barba canosa se paró ante nosotras, casi a la altura de la Plaza de la frigia Diosa Cibeles.

Llevaba un libro en la mano 
y hablaba atropelladamente. Decía que era suyo; incluso nos enseñó  la foto de la contraportada en la que aparecía un hombre joven que se parecía vagamente a él)  .

-Perdonen jóvenes, quería pedirles un favor.-  

Tenia acento del cono sur, uruguayo o argentino, no sabría discernir. 
- Esto me resulta embarazoso - prosiguió - pero verán,  he quedado con un amigo y me han robado la cartera, aquí, hace nada, y ya no tengo cómo ir. ¿Ustedes me podrían dejar dinero para comprar el bishete del metro? 

Inmediatamente le respondí que sí. ¡Faltaría mas!. 

Como no llevaba efectivo, (para variar) fueron mis amigas las que apoquinaron , sorprendidas ante la rapidez con la que había accedido a ayudar a aquel hombre (por supuesto ellas iban libres de pecado:  no le habían negado ayuda a una pobre anciana que sólo quería cruzar la calle con un despreocupado : No llevo pasta, sorry). 

El caso es que el hombre vio las monedas y cambió su versión de los hechos... El dinero para el transporte se convirtió en "si teníamos algo más..." para el bus, un bocadillo, un Aston Martin, o lo que fuera...
Vamos que lo del robo de la cartera era Ful de Estambul.

Me he ido completamente por las ramas, pero quería poner un ejemplo real, de esta misma semana, que plasmara de algún modo cómo las experiencias vividas dejan huella en nosotros, influyendo en nuestra manera de actuar ante las que vienen detrás. 

Nos pasa con las personas.
Alguien nos trata mal y provoca que la oportunidad que le damos al que llega después esté condicionada. 
Un indigente nos hace sentir incómodos  y le negamos ayuda a una viejecita. Una viejecita nos sermonea y casi le traspasamos la nómina recién cobrada a un escritor arruinado. Lo de siempre.

Nos pasa con los lugares.
El otro día paseaba por Palma y, en una callejuela estrecha con suelo empedrado y edificios bajos de grandes contraventanas verdes me entró nostalgia italiana... -¡Ay, parece Parma! - Dije. 
Pero,  ¿Y si hubiera estado antes en Palma que en Parma?  Sucedería al revés, imagino. 
Curioso. 

Con todo esto quiero decir que, aunque es inevitable que sea así, resulta verdaderamente  injusto.
Cada persona, cada lugar, cada situación...  Se merecen un episodio nuevo, una oportunidad.
No podemos dejar la única esquinita no garabateada de la página para lo que viene.

Por eso  propongo, a mí y a quienquiera,  un pequeño reto:  el de enfrentarse a cada día, persona o lugar  como a un folio en blanco. 
Con todos sus derechos.


... Una vez hecho eso, si no gusta como ha quedado... pues ya se arruga y se tira.  Que la última página, no llega hasta el final.