martes, 8 de julio de 2014

Cuando dejas de mirar por la ventana

Esta mañana mientras miraba el asfalto por la ventana dilucidando si estaba lo suficientemente mojado por la lluvia como para poder producir un aquaplaning, me ha venido a la cabeza un recuerdo.

Una especie de dejá vù, pero real, en el que un mini yo de unos seis o siete años se encontraba mirando de la misma forma el asfalto mojado a través de la ventana, pero en lugar del ceño fruncido y la esperanza de ver pasar algún coche, la personita que observaba la calle desde su habitación lo hacía con una mueca triste y las lágrimas a punto de brotar de sus hundidos y oscuros ojos.

Por un momento he sentido en mi cuerpo la angustia que me embargaba aquel día, cuando después de levantarme esperanzada a comprobar si se habían ido los restos de " tiza" del suelo de la carretera que pasaba por delante de casa, los descubrí aún ahí, por segundo día consecutivo, mirándome, como riéndose de mi.
Recuerdo que bajé a la cocina, donde ya estaban todos desayunando, y tenía tal nudo en la garganta que no pude ni dar dos tragos al Cola Cao.
Hasta mi hermano, que siempre acababa de desayunar una hora después que el resto porque se ponía a hablar y no había quien le metiera la cuchara en la boca, terminó antes que yo aquel día.

La historia se remontaba a dos días antes, cuando nos encontrábamos los siete primos y un par de niños del pueblo jugando en la calle con la pelota.
Hacia las cinco de la tarde se fueron nuestros padres y nos dejaron a cargo de las dos nuevas niñeras, unas adolescentes gitanas que eran " de allí de toda la vida" y que lo primero que hicieron en cuanto no hubo adultos en la zona fue ofrecernos cigarrillos.

Yo no me atreví, pero dos de mis primos, (el mayor/ líder, con nueve años, y el tonto de su hermano que repetía cada una de sus hazañas,con cinco) dieron una calada, con lo que todos nos quedamos asombrados y asustados y les juramos a las chicas guardar el secreto para siempre. Como para no, menudo miedo nos daban. Eran enormes, con dos coletas negras que les llegaban hasta el trasero.

Cuando se aburrieron de nosotros nos mandaron a jugar y se quedaron comiendo pipas y hablando de sus cosas, y nosotros procedimos a hacer la expedición habitual, en busca de algo con lo que jugar.

Pasamos por delante del cuartel, agachados, en formación y en silencio, con la esperanza de repetir la guerra de boñigas de la semana anterior con los hijos de los guardias, pero no había nadie. Seguramente les habrían castigado. Una pena.

Seguimos el camino y llegamos a una casa de piedra abandonada, en la cual no nos atrevimos a entrar, pero quedamos en volver otro día, con linternas, armas, y demás provisiones.

Después de un rato caminando, sin éxito en la misión, y ya aburridos, decidimos volver delante de casa, pues se acercaba la hora de la merienda y teníamos miedo de que las dos gordas se lo hubieran zampado todo.
De camino cogimos trozos de la pared desconchada del viejo edificio de correos  para pintarrajear el suelo con porterías de fútbol y rayuelas.

Llevábamos un rato inmersos en nuestras obras cuando se me acabó la primera "tiza", así que fui a buscar otra, y encontré en el suelo una redondita y muy blanca.
Tenía forma de caca de perro, lo que me hizo una gracia tremenda.

La rocé contra el suelo y comprobé, satisfecha, que iba como la seda. Nunca una tiza había pintado igual.
Recuerdo que me sentí como si hubiera encontrado oro.

Con ella pinté la rayuela (cascayu, como decimos por aquí) más grande y bonita que se puedan imaginar, o eso me pareció a mi, y lo hice justo delante de casa, donde lo teníamos terminantemente prohibido.

A medida que la tiza se iba desgastando se desprendía un olor muy desagradable.
Pensé que habría alguna boñiga cerca, pero el olor, que era cada vez más intenso, hizo que tuviera que subirme el niki por encima de la nariz.
No me detuve, tenía que terminar el dibujo.
Estaba deseando enseñárselo a mis primos para ponernos a jugar.
Cuando por fin rodeé el número diez, y fui a apartarme el mechón de pelo que se me había caído de la trenza, casi me tumba el olor que salía de mi mano, en la que aún quedaba un trocito de tiza.

Sumé dos más dos y me di cuenta de que no es que hubiera cogido una tiza con forma de cagada de perro, es que había cogido directamente una mierda disecada.
Fue tal la arcada que me subió de las entrañas que tuve que ir corriendo al baño de casa.
Me metí dentro y cerré la puerta con pestillo. 

Pronto sentí a mi hermano pequeño dar golpes al otro lado porque se hacia pis. Siempre se estaba haciendo pis. - ¡Vete al jardín, estoy haciendo una cosa!- le grité mientras me dejaba las manos en carne viva de tanto frotar.
Después de un buen rato restregando el jabón me seguía pareciendo que olía mal así que cogí el frasco de perfume de mi madre y lo volqué encima.
Sólo quería un poco pero se derramó más de medio bote. Ahogué un grito.
Recuerdo que era de Paloma Picasso. Ahora me río de la ironía, Picasso me había creído yo ese día con la tiza de mierda.

Después de un rato salí y comprobé cómo mis primos jugaban encantados con lo que había pintado. Decían que estaba perfecto, que de dónde había sacado la tiza, que si había más, que ojalá no lloviera para que no se borrara, que menuda bronca me iba a echar mamá por pintarlo delante de casa.

Les dije que la había encontrado "por ahí", y que no había más , y me acerqué a las dos gitanas, que en seguida se percataron del olor de la colonia derramada y comenzaron a hacerme preguntas, así que me alejé no sin antes declinar su invitación a probar un papel  prendido enroscado que, ahora sé, era un porro.
Me senté en el bordillo de la acera a ver jugar a mis primos. No participé porque estaba demasiado ocupada muriéndome de vergüenza y suplicándoles a los ángeles que bebieran mucho agua para que cayera una gran tormenta por la noche que lo borrara.

Llegó la hora de la cena y efectivamente me llevé la bronca por la pintada, y cuando oí el grito de mi madre en el baño recordé lo del perfume. No me apetecía recibir otra reprimenda así que decidí negar hasta la muerte que hubiera tenido algo que ver, escondiendo las manos en los bolsillos para no delatarme. Por suerte era un gesto que hacía muy a menudo así que no resultó sospechoso.

Al final mi primo, que era un bocazas con voz de pito, les contó a mamá y papá que había probado un cigarrillo. Ello fue causa de que las chicas no volvieran a "cuidarnos" más.
Mi madre comentó que a lo mejor ellas habían derramado su colonia y yo me inventé que las había visto entrar en el baño.

Por la noche no podía dormir y me colé en la habitación de mamá para decirle que se me había caído su colonia. Ella dijo que ya lo sabía. Las madres lo saben todo.

Volví a mi cama y me dormí rezándole al Dios de la lluvia, y sonreí cuando al abrir los ojos por la mañana escuché el repiqueteo de las gotas en el cristal. Pero la sonrisa se borró al acercarme a la ventana  y  ver que aquello seguía intacto. Como si lo hubiera cubierto una impermeable película protectora.
Otra vez me invadió ese cóctel bien mezclado de angustia y vergüenza.

Como no paró de llover en todo el día nos tocó jugar en casa, pero cada hora más o menos todos se asomaban a la ventana para comprobar que sus dibujos se iban borrando y el mío permanecía.
No paraban de preguntarme con qué lo había pintado y a mí se me iban acabando las excusas. Sabía que si seguían presionando no tardaría en confesar. Y no quería.

Al final se hizo de noche y por la ventana dejó de verse el asfalto. Por fin respiré y pensé que al día siguiente todo acabaría.

Pero por la mañana ahí seguía, y tuve ganas de llorar.
De ese momento me acordaba ahora viendo la calle. Esa sensación.
Ahora me parece una tontería, pero en aquel momento estaba desolada, mirando, impotente, con los ojos aún medio pegados por las legañas, aquella huella de vergüenza que parecía imborrable.
A lo mejor también las cosas que ahora me angustian me parecen tonterías en unos años. De hecho, estoy segura de que sera así.

No recuerdo que pasó después de ese día.
Si confesé, si no confesé. Si fueron tres o siete las mañanas que me asomé a la ventana. No recuerdo el día en el que cuando lo hice no encontré nada.

Así son los recuerdos, selectivos. Nunca hay sitio para todos.
Pero cuando abres la tapa, te asaltan cien más, muchos de los cuales creías olvidados.

Por ejemplo, recuerdo que una vez (más de una vez)  pisé una cagada por la calle. Y que una vez (más de una vez) me atasqué en un cruel amor no correspondido.
Pero lo que recuerdo mucho mejor es una vez en la que alguien me comparó esas dos situaciones. Yo ya había oído mil veces lo de las piedras con las que te tropiezas en el camino, pero he de decir que esto me hizo muchísima más gracia.

Me los comparó diciendo que ese cruel-amor-no-correspondido era como una cagada que había pisado y se me había quedado pegada en el zapato. Que sólo tenía que limpiarla un poco contra el césped y seguir caminando, que así se iría. Y punto. Así de simple.

Pienso que de aquel día mirando por la ventana  hace tantos años podría sacar la conclusión de que  "Mala mierda nunca muere",  pero sería una conclusión equívoca.
Porque claro que muere, por supuesto que se va.
Pero no rezando por lluvias torrenciales ni frotando fuerte contra el césped, ni dejándote las manos en carne viva ni con un frasco de perfume.
No,no,no.
Se va poco a poco, con cada uno de tus pasos alejándote.
Se va cuando dejas de mirar por la ventana.

2 comentarios:

  1. Fenomenal Pali, queremos más. Esta no me trae muchos recuerdo en cambio, ¿es real? Aunque sí reconozco ciertas cosas....:)

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