sábado, 22 de julio de 2017

"Quinientas palabras"


Alberto volvía a casa como cada tarde, a las cinco.
Arrugado el uniforme escolar a esas alturas de la semana.

Miraba concentrado las baldosas del suelo, evitando pisar las líneas que las separaban.
Ciento ochenta y siete  había contado desde la parada del autobús hasta el portal de su casa, un viejo bloque de edificios en la calle Matemático Pedrayes.

Al llegar saludó a Marina, la portera, apoltronada como siempre en su trono tras el cristal, con un cigarrillo de la marca Winston consumiéndose entre sus amarillentos dedos.
Jamás la había visto dar una calada.

Subía los últimos peldaños cuando lo escuchó. El repiqueteo inconfundible de los dedos de su padre sobre las teclas de la máquina de escribir. Y despúes, el de la palanca de carro cambiando de línea.

Sólo entonces alzó la vista de los viejos escalones de mármol y apresuró el paso, dirigiéndose directamente hasta la puerta del despacho, donde se detuvo antes de llamar.

- Ahí los tienes- Le dijo desde el escritorio con voz grave y sin levantar la vista al mismo tiempo que señalaba con la mano un pequeño montón de folios desorganizado en la bandeja de la mesa auxiliar.

Alberto sonrió y se tiró en la vieja alfombra persa estirada junto a la mesa, llena de resistentes ácaros y extremadamente desgastada por los años. Era un recuerdo del que su padre nunca quiso deshacerse  por ser lo único que se había salvado de la casa familiar antes de que sirviera de cuartel general a los republicanos durante la guerra civil.

Una vez acomodado, tumbado boca abajo y con los los pies en alto, comenzó a contar las palabras.
Esas palabras ininteligibles para él, escritas cada día en un idioma.

Su padre traducía documentos a lenguas que el mismo aprendía de manera autodidacta. Alemán, inglés, e incluso ruso algunas veces.
Lo hacía una vez por semana, los miércoles, comenzando siempre a las cuatro de la tarde. De esa manera cuando Alberto llegaba ya había un par de folios escritos sobre los que podía empezar a contar.

El acuerdo era llegar a quinientas. Ni una más, ni una menos.

Al terminar cogían los folios y se iban a una oficina en la calle Marqués de Pidal, donde les esperaba Mauricio, un viejo amigo del padre que le solicitaba semanalmente las traducciones, no se sabe si por verdadera necesidad o por echar una mano a ese buen hombre recién enviudado más inteligente, honrado y capaz que cualquiera de sus empleados.

Salían de allí con las ciento veinticinco  pesetas correspondientes e iban directos a cenar a su restaurante favorito, un viejo asador en la esquina de una calle que daba a la Plaza de la Escandalera.

Ciento veinticinco  pesetas era el precio de dos raciones de pollo asado (un lujo en aquella época) bien bañado en una sabrosa salsa en la que se recreaban mojando los churrascos de pan una vez terminadas sus zancas.

Alberto siempre terminaba pringado de salsa, chupándose los dedos. El gesto hacía sonreír a su padre, y por ello el pequeño se ensuciaba más queriendo que sin querer.

También era la razón por la que  los miércoles eran su día favorito de la semana.
No tenía que ver con el pollo, sino con esas arrugas despreocupadas que se dibujaban en la comisura de los ojos de su padre al mirarle a través de aquellas gafas que tantas veces había visto empañarse a escondidas.

Había ocasiones en las que  le preguntaba, ya de camino a casa, por qué se conformaba con quinientas palabras, cuando podría traducir mil y ganar el doble de pesetas.

Él le respondía siempre lo mismo. Una lección que entonces no entendía, pero sí ahora :

- Todos los miércoles me siento afortunado por poder ser feliz con quinientas palabras, pero más aun por poder decir que no necesito más.









No hay comentarios:

Publicar un comentario