miércoles, 20 de noviembre de 2013

People help the people

 
El casero volvió, como hacía cada lunes desde hacía tres meses, a pedirle a Antonio el dinero que le debía.
Éste lo esperaba sentado en la cocina, a oscuras, con los ojos empapados de la vergüenza y desazón que habían ido invadiéndole desde que perdió su trabajo como mensajero de una pequeña empresa.


Otra vez el casero encontró a Antonio sin nada en las manos que poder entregarle. Le daba pena aquel buen hombre, siempre había sido puntual en sus pagos y por eso le había dejado quedarse estos últimos meses, pero no podía permitirse seguir con esta situación. Antonio lo sabía, y en cuanto vio la expresión en el rostro del que había sido tantos años su casero y casi amigo, asintió y asió la bolsa que tenía al lado, ya hacía días preparada con sus escasas pertenencias.

 • ¿Tienes dónde dormir?- Preguntó Juan.

• No te preocupes, me las arreglaré. Sé que me has ayudado lo que has podido, y te lo agradezco de verdad, amigo.- Y salió entonces por la puerta, dejando al otro buen hombre con el rostro congestionado sentando en aquella silla que aún conservaba su calor.


No tenía donde dormir. Pero ya había pensado un sitio en el que podía quedarse por lo menos un par de noches, así que se dirigió al edificio en el que se encontraba la empresa para la que trabajó tantos años.


Había un pequeño cuarto al lado de la puerta trasera donde almacenaban documentos y en el que nunca entraba nadie.


Cuando llegó lo encontró abierto, como esperaba. Buscó un hueco entre las pilas de documentos e improvisó un pequeño lecho de cartón en el que se tumbó mirando al techo, cansado.

Se frotó los ojos, irritados por la cantidad de polvo que se había desprendido al mover los olvidados documentos, y entonces ese picor justificó su llanto.


Fueron esas las únicas lágrimas que derramó, pero entró en un estado de desidia continua que le impidió ver que en los calendarios pasaban los días.


 Todas las mañanas salía temprano, con el alba, antes del comienzo de la jornada laboral.
Así no se encontraba con nadie.
Pero el quinto día no pudo evitar toparse con Alberto, uno de los ejecutivos de la empresa con el que solía compartir cigarrillos y cafés en la puerta trasera, porque había ido temprano esa mañana.

Antonio recordaba con cariño a Alberto, y le alegró verle, a ambos les gustaban los deportes y habían llegado a pasar horas comentando partidos enteros.


Al ejecutivo no pareció asombrarle encontrar ahí a su excompañero, casi parecía que le estuviera esperando.

- Antonio, ¡pero qué alegría verte! Llevo días intentando localizarte: no sé donde te metes. Es que tengo un asunto entre manos y necesito a alguien de confianza para que me lleve la correspondencia. Ven que te invito a un café y te cuento, a ver si te interesa, me harías un gran favor…


Estuvieron dos horas hablando en una cafetería, mientras daban cuenta de un copioso desayuno al que Alberto invitó. No le preguntó a Antonio por qué iba tan sucio, ni que hacía en el cuarto de los

documentos.
 

Le habló de un negocio que tenía con otro empresario, y casi le suplicó al viejo mensajero que aceptara un clandestino puesto para que le ayudara a comunicarse con su nuevo socio.


Tendría que recoger todos los días unos sobres en la oficina y llevarlos a una dirección, siempre la misma, una destartalada casa no muy lejos de la estación de Chamartín.
 

Antonio aceptó con gusto ese “trabajo” tan extraño y no hizo preguntas.


Cada mañana iba hasta allí en su vieja bicicleta, metía los sobres en el buzón correspondiente y se marchaba.


Más o menos al mes de empezar a trabajar para Alberto otros compañeros de la oficina comenzaron a encargarle entregas;  casi parecía que había vuelto a su antiguo trabajo.


Volvió a sentirse útil; no ganaba mucho pero había recuperado el ánimo y las ganas de trabajar, y entre trabajos temporales y encargos de antiguos compañeros fue saliendo del bache.
Y del cuarto de los documentos.


Seis meses después del desayuno con Alberto éste le llamó para hacerle el “último encargo”, pues la compañía seguía yendo en picado y su caso, le dijo, estaba ahora incluído en la lista del ERE.


Antonio llevó ese último sobre, tras despedirse de su compañero y amigo, a la dirección de siempre. Esta vez cuando intentó introducirlo en el buzón, el sobre cayó al suelo.

 

Miró dentro y observó extrañado que el buzón estaba lleno de sobres.
Eran todos los que había llevado los últimos meses por encargo de Alberto.


Extrañado sacó unos cuantos y los abrió, cayendo de rodillas emocionado al ver que todos contenían lo mismo: folios en blanco.




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